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El ejercicio práctico de la Misericordia.

         Ser misericordiosos equivale a tratar a los demás como Dios nos trata a cada uno de nosotros. Hablamos de obras de misericordia para recordar un capítulo de gestos que viene a cubrir las necesidades humanas fundamentales. Lista siempre incompleta y abierta porque nadie puede citar todas las formas de expresar el amor.

       Necesitamos pan para alimentar nuestro cuerpo y, en otros momentos, escucha y consuelo porque se ha cruzado en nuestra vida cualquier contrariedad inesperada que nos roba la paz. Somos cuerpo y somos espíritu. Por eso, tradicionalmente, se viene hablando de obras de misericordia materiales y obras de misericordia espirituales. Son pistas de acercamiento para ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios. Hay otro modo de entender la vida y pasar por la vida con los ojos cerrados, sin descubrir que vivimos rodeados de dramas de pobreza, de sufrimiento y de soledad. La compasión y la misericordia nos ayudan a crecer en humanidad y despiertan en los demás la esperanza.

        El hombre contemporáneo se considera adulto y, a veces, desecha las miradas compasivas, a pesar de la debilidad de sus vínculos y la inconsistencia de su biografía. No reconocer la propia fragilidad y la cerrazón del corazón constituye nuestra mayor miseria y ceguera.

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       CONFESAR LA PROPIA FRAGILIDAD

       Vivimos rodeados de mensajes publicitarios que leemos en la marquesina de una parada de la EMT, en los cartelones del Metro o en cualquier octavilla que nos entregan en una acera. La mayoría de las veces, prestamos una atención mínima a todas esas informaciones. Sin embargo, todos nos hemos detenido ante una frase breve –hallada en cualquier lugar– que despierta nuestra sorpresa. Acabo de leer: “Acércate a la gente con mano suave, porque la gente es frágil. Dales el pan de tu bondad para que los demás vean en ti un refugio, un puerto y un oasis”.

       Felizmente, este mundo imperfecto está concebido para los seres imperfectos que lo habitamos. Lo que sea presunción, arrogancia o autosuficiencia es pura representación. La gente es frágil y acercarse con mano blanda a los demás es ejercer el arte de la compasión. Tiene apariencia de una palabra dulzona y paternalista, pero la compasión exige talla humana, madurez, sensibilidad. Un problema compartido queda dividido por dos. Por el contrario, masticar a solas una contrariedad produce empacho y dolor.

       Ser para los demás refugio, puerto y oasis. Refugio, casa de puertas abiertas para acoger y escuchar; puerto que es sinónimo de tierra firme para el diálogo; oasis que ofrece agua y sombra a la hora del desvalimiento.

       Alguien puede pensar que confesar la propia fragilidad empaña nuestra imagen; todo lo contrario. Valoramos y nos sentimos cómodos cuando estamos ante personas con las que se pueden cruzar palabras de ida y vuelta. Es la bendita y madura ingenuidad de quien cree en los demás, se siente necesitado de misericordia y, a su vez, invitado a ser misericordioso.

        Si la misericordia es –en palabras del papa Francisco–, fuente de alegría, de serenidad y de paz, será conveniente que desgranemos las “obras de misericordia”, aunque nos suenen a algo olvidado o desconocido.

        LOS DRAMAS DE NUESTRO MUNDO

        Pedro Calderón de la Barca, dramaturgo español del siglo XVII, escribió un auto sacramental titulado El gran teatro del mundo. Existen distintos géneros teatrales: ópera, zarzuela, comedia, sainete, drama…En el teatro del mundo, el drama y la comedia se entretejen. La lectura rápida del periódico o las imágenes de los noticiarios televisivos nos acercan a escenas contradictorias. Junto a la celebración multitudinaria de un éxito deportivo, la fotografía de una caravana de refugiados que intenta llegar a las fronteras europeas huyendo de los conflictos y de la violencia de su país. A menos que se pongan en marcha medidas urgentes de protección, nadie sabe cuántas mujeres embarazadas, niños y personas mayores habrán iniciado un viaje hacia la muerte.

            Es una de las estampas dramáticas de nuestro tiempo. No la única porque, al lado de esas familias que se aúpan para subir a un tren o un autobús en busca de un futuro mejor, se percibe un clima de insensibilidad social que impide reaccionar ante el sufrimiento ajeno. Este es otro drama de nuestro mundo: la deshumanización del hombre contemporáneo. Algo muy grave es vivir asomados al borde de un abismo resbaladizo, que nos acostumbremos a dar una piedra a quien nos pide pan o que leamos con guantes de seda la actualidad internacional por miedo a contaminarnos. Solo la misericordia puede salvarnos de la deshumanización y la insensibilidad. Vivir la misericordia es todo un programa para sanar el corazón del egoísmo que nos aleja de las miserias humanas.

       ENSEÑAR Y DEJARSE ENSEÑAR (I)

       En el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 2447) se definen las obras de misericordia como acciones caritativas que nos llevan a ayudar a los demás en sus necesidades corporales y espirituales (cf. Is 58, 6-7; Hb 13, 3). Son obras de misericordia espirituales instruir, aconsejar, consolar, confortar, perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los encarcelados, enterrar a los muertos (cf. Mt 25,31-46).

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       Enseñar y dejarse enseñar es lo contrario a ir de listillos o sabiondos dando lecciones a todo el mundo. La verdad es una cima difícil de alcanzar y que, cuando participamos de ella, disfrutamos más si la compartimos. Ocultarla es empobrecerla.

       Por distintas razones, la conquista de la verdad es muy desigual y necesitamos aprender unos de otros. La vida nos ofrece múltiples ocasiones de enseñar y de dejarnos enseñar. Se necesita humildad para abrir las manos a recibir la verdad que nos ofrecen y sencillez para ofrecer la verdad que hemos adquirido. Regalar una hora para explicar un problema de física o para colaborar en la preparación de una entrega de arquitectura es ejercicio de misericordia, de libertad y de búsqueda que crea vínculos de confianza. Nuestra percepción del mundo es muy corta. Para ensanchar el mundo necesitamos del estudio, de la razón y de la fantasía. Está escrito: el hombre es un rey cuando imagina y un mendigo cuando piensa.

       El acontecer diario nos ofrece mil oportunidades para dedicar algo de nuestro tiempo a enseñar y a aprender.

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